Con el amor de mi vida nos fuimos a vivir a una casa que en el jardín tiene un damasco. Es nuestro protector; está ubicado entre la calle y la cueva. Su belleza es increíblemente perfecta. Me cuesta describir lo que provoca en mi cuerpo, en mi corazón, en mi respiración, en mis manos… cuando miro el damasco. Es una felicidad que no me dan los humanos, ni los gatos, ¡ni siquiera los perros! Se parece más a la felicidad que me dan las ballenas. Esa sensación de que una es tan pequeña e insignificante, que la admiración colma tu pecho, y es tan potente que lo único que puedes hacer es amar. Permitirte sentir amor. Amor por la naturaleza. Amor por ti, por ser un cuerpo natural, con células, igual que ese árbol y esa ballena que tienes en mente. Y tan frágil como ellos. Es hermoso vivir con este damasco. Se lo deseo a cualquiera.
En este momento, el damasco está repleto de flores. Tiene tantas, que se ve esencialmente blanco. Ramas cafés y flores blancas por doquier es lo que puedes ver en este preciso momento. Mejor que el animé, porque no es un dibujo, sino un ser vivo. En tronco y flor. Vivito y reproduciéndose. Por eso me inspiré a escribir sobre él, y sobre todo lo que me ha permitido aprender a través del simple ejercicio de la observación.
En otoño, me enseñó a soltar. Fui testigo de cómo en menos de dos semanas, se desprendió de miles de hojas. Así, como si nada, decidió quedarse en ramas a la vista. Me invitó a salir todos los días a la calle, a la hora de mayor sol, a barrer los cientos de hojas que dejaba ir por la noche y que caían en el cemento. Las barría todas, las que caían afuera de las casas de mis vecinos, también. Salía contenta. La mejor hora del día. La cueva es fría, más aún cuando estoy sola, por lo que salir a tomar sol barriendo hojas era mejor que un orgasmo. Recogía las hojas con las manos (con guantes, porque soy asquienta pero salvaje), y me concentraba en agacharme correctamente para no morir de la espalda. Vacilaba la situación, ahora que lo pienso. Era como un carrete solita. Echaba las hojas en un lavatorio de plástico grande que tenemos, y las trasladaba por toda la casa hasta dejarlas en el patio de atrás, donde hay dos árboles más, pero uno está muerto y el otro casi. Esa tierra ha costado mucho más restaurarla que la del jardín de adelante, donde está mi hermoso damasco, que es un excelente ejemplo a seguir.
En invierno me enseñó de resiliencia, de resistir. De dar vida y luz, aunque el entorno sea hostil. Aunque el frío haga que duelan los huesos, y que cueste moverse; hay que hacerlo. Hay que permitirse sentir el frío y el dolor. Es parte de. Nos recuerda que estamos vivos, que somos sensibles, que no somos inmortales… es hermoso el invierno. Introspectivo, sí. Más de soledades que de compañías. Soledades necesarias y por ende, sanas. ¿Cómo nos vamos a conocer a nosotras mismas si no nos permitimos un viaje al interior en invierno? Yo nací en invierno. Para que veas cómo opera el destino. No hay que creer en el destino más de lo que hay que creer en una misma. Pero nací en pleno invierno. Mi época más creativa y la menos egocéntrica. La época de entrar a picar en la psique ¿Qué hace el damasco en invierno? Se enfrenta, completamente despojado de ropas y protecciones, al frío, a las heladas, a la bruma, a la lluvia, al sol tibio y a los días nublados. Sin hojas, sin flores. Así, desnudamente honesto. Esto soy, lo demás son accesorios que uso para adornarme. ¿Cómo no admirar su valentía? Si el damasco fuera una humana, no llevaría maquillaje ni aros en invierno. No tengo pruebas ni dudas.
En el verano se llena de hojas. Se le mueren las flores casi tan rápido como aparecen, y comienza a repletarse de una cantidad impresionante de hojas. El verano es crudo y seco, pero el damasco, nuestro protector oficial, nos proporciona una sombra fresca tan deliciosa… Y no solo eso, como es pro vida al máximo, en verano también se desespera por reproducirse. Y convierte todos los restos de flor que quedan en el árbol, en damascos. En enormes, anaranjados, dulces y jugosos damascos. Son tan gigantes que doblan las ramas con el peso, y ellas, lejos de temer quebrarse, soportan con elegancia; están flexibles como nunca. Llenas de agua y vitalidad, porque regamos con abundancia en verano. Nosotros somos los responsables de que estos seres vivos sigan vivos, así que nada de ignorar sus necesidades. El amor requiere o implica actos de servicio. Propiciar que la vida que te rodea, siga dándose. Es un deber con la naturaleza que todos tenemos. Pasa que estamos tan desconectados que hasta se nos olvida que somos naturaleza. Pero si uno va a arrendar una casa que tiene plantas vivas, hermosas y vigorosas, creo yo, debería sentirse responsable de que esa vida persista. Que tenga un correcto desarrollo. ¿Cómo no nos va a pasar nada al presenciar esa muerte? ¿Cómo no te va a conmover ver un árbol muerto en pie? El verano es para disfrutar la vida, y amarla, y agradecerla, y vivirla y reflexionar sobre ella. Ojalá que esa reflexión no sea desde una perspectiva especista, sino que podamos experimentar el amor por todas las formas de vida; por los caracoles, las lombrices, las mariposas, las ballenas, los gatos y las aves. Que nos importen las demás formas de vida con las que estamos teniendo contacto. O de las que estamos teniendo conciencia. El verano es para amar y reproducirse, y facilitar el desarrollo de la vida.
El damasco es generoso. Me permite ver cómo vive todos sus procesos. Soy testigo de sus profundos cambios, de sus recorridos por caminos de autoconocimiento y luego de expresión muy intensos y visiblemente marcados. Al mirarlo diariamente he podido conocer todas las decisiones estéticas que toma, aunque no conocemos sus procesos internos. Él se comunica como todos: con su cuerpo. Sin necesidad de usar palabras. Con sus actos es claro y determinado. Un ejemplo a seguir, sin duda. Vaya que seríamos mejores si imitáramos a este damasco.
La verdad es que lo único “malo”, es que a mí me deja con “gusto a poco”. Porque vive todos estos cambios y procesos a una velocidad envidiable. Es el sueño cumplido de los ansiosos. Como el paciente que va al psicólogo y antes que todo pregunta cuánto va a tardar este “proceso terapéutico”, deseando que ojalá sea una respuesta con fecha y hora, y que dicha meta temporal esté ubicada lo antes posible en el calendario. El damasco es así, y lo peor, lo logra; un día te das cuenta de que comienzan a aparecer los primeros botones de flores, y al día siguiente ya tiene repletas las ramas de cientos de botones. Y apenas uno o dos días después, todas las flores abren, como en la carrera de los espermios llegando al óvulo, pero innecesariamente, porque las flores viven todas. No hay “perdedores”. Aún así compiten. Acuden a él muchas abejas. Me encanta. Ahora, que las flores están abiertas desde hace no más de una semana, están cayendo los pétalos lenta pero sostenidamente. Mantienen su ritmo. En poco tiempo el jardín será cubierto por una nieve de pétalos hermosa. Tendré que recuperar los que caigan fuera del suelo, para regalárselo a él y a los seres que comen pétalos, que habitan bajo la superficie y trabajan como el servicio secreto de las raíces. Pro vida también. Luego, al poco tiempo se volverá a cubrir de hojas, momento muy feminista, porque en pleno verano no se depila. Rebelde como él solo. Y volverá a ponerse a disposición de sus instintos de preservación de su especie, y se llenará de los increíbles y deliciosos damascos que da. Y ya no nos daremos cuenta, cuando vuelva a estar eliminando cada una de sus hojas, y en tiempo récord estará todo el jardín amarillo. Todo rincón de tierra estará cubierto por las hojas que este árbol deja partir como si nada. Como quien se cambia de calzones. Casi un acto mecánico, pero de verdadera confianza. Él no va a dudar que puede con el invierno, y lo va a aguantar con la esperanza puesta en el verano. Volverá a concentrarse en sus raíces, y cuando el clima sea favorable, volverá a llenarse de flores, y podré volver a escribir inspirada en él, en mí y en la vida.