jueves, 20 de marzo de 2014

Viaje de trabajo



Una mujer de delgada figura y cabello aleonado y rubio tuvo que irse de viaje muy lejos de su natal Chile; a Alemania. Con su esposo, viajó llena de esperanzas de aprender, de conocer y de disfrutar el tiempo de estancia.
El invierno, crudo en las calles y muy cálido en su hogar, ayudó a concebir al primer hijo de la joven pareja –digo primero porque aunque aún no tienen más hijos, nunca se sabe-.
Pasaron todo el invierno embarazados, y ansiosos de conocer a Maximiliano. Su llegada fue añorada y dolorosa. La mujer aún no manejaba mucho el idioma, así que desde que comenzaron las contracciones fuertes hasta que llegó al ansiado hospital tardó dos horas de mensajes fallidos entre ella y los taxistas. Su esposo, fuera de la ciudad tardó el doble de tiempo en llegar al mismo hospital. El parto fue tortuoso, pues sin anestesia y sin experiencia llegó con la guagua a púnto de salir de su cuerpo. Su marido llegó después y estalló en llanto al ver a su amada esposa y a Maximiliano unidos en el milagro de la lactancia.
A la llegada del verano anunciaron que tendrían que quedarse algunos meses más de lo presupuestado. Ella se contentó pues “el verano siempre es más agradable que el invierno”, pensó.
Comenzó a frecuentar parques y plazas junto a su pequeño hijo. Un día cualquiera conoció a una agradable mujer de la India que le enseñó mucho alemán y mucho de los alemanes también. Aprendió  además a usar el transporte público cuyo sistema ni siquiera se sueña en Chile.
Salió tranquilamente una mañana en dirección a una plaza pública lejana a su casa en compañía de la mujer inmigrante y sus respectivos hijos.  Tomaron el microbús a eso de las 11:30 de la mañana y llegaron al destino pasada una hora y cuarenta minutos. Al llegar, nuestra querida chilena sintió cómo el sol la aplastaba, la envolvía en un círculo abrasador, comenzó a ver manchas de colores verdes, azules y blancas. Cuando despertó se hallaba en una casa desconocida junto a todos sus acompañantes y un muchachito de diez años que vivía en esa casa. El niño dijo que los inmigrantes del sur solían desmayarse al comienzo, hasta que lograban acostumbrarse. Nerviosa, pero sintiéndose mucho mejor le agradeció al muchacho y salió del lugar. Al salir tuvo sensaciones  muy similares a las que sintió al llegar a la plaza, pero esta vez logró mantenerse consciente y llegó a eso de las 19 horas a su casa junto a todos. La mujer indú la ayudó con Maximiliano para que ella pudiese descansar. En agradecimiento la invitó a alojar junto con su hijita. La mujer accedió. Al día siguiente la chilena no despertó sino hasta la hora de almuerzo. La invitada hizo un exquisito plato típico de su país. Cuando la mujer se aprestó a almorzar, ella le sirvió como si fuese la dueña de casa.  
-        -- ¿Cómo se llama? Está delicioso.
-        -- Me alegra que le haya gustado.
-     -- Discúlpame por no despertar temprano, no sé qué me pasó. Te agradezco mucho todo esto y lo de ayer.
-         -- No te preocupes que para eso viene uno al mundo.

Al pararse de la mesa, la sudamericana temió otro desmayo por el calor, y para evitarlo se lanzó intempestivamente a la cerámica del piso quedando con sus extremidades bien separadas y su estómago, cara, piernas y brazos pegados al suelo.
En la mesa, la mujer india, asustada por el extraño hecho quedó atónita mirando en el suelo a la mujer pegada como estrella de mar a una roca. Y pensando que se trataba solo de una forma de agradecer los alimentos, sin dudarlo demasiado se lanzó al piso, al lado de la chilena diciendo:
-          -¿Delicioso, no?
-          -Exquisito.

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