Una mujer de delgada figura y
cabello aleonado y rubio tuvo que irse de viaje muy lejos de su natal Chile; a
Alemania. Con su esposo, viajó llena de esperanzas de aprender, de conocer y de
disfrutar el tiempo de estancia.
El invierno, crudo en las calles
y muy cálido en su hogar, ayudó a concebir al primer hijo de la joven pareja –digo
primero porque aunque aún no tienen más hijos, nunca se sabe-.
Pasaron todo el invierno
embarazados, y ansiosos de conocer a Maximiliano. Su llegada fue añorada y
dolorosa. La mujer aún no manejaba mucho el idioma, así que desde que
comenzaron las contracciones fuertes hasta que llegó al ansiado hospital
tardó dos horas de mensajes fallidos entre ella y los taxistas. Su esposo,
fuera de la ciudad tardó el doble de tiempo en llegar al mismo hospital. El
parto fue tortuoso, pues sin anestesia y sin experiencia llegó con la guagua a
púnto de salir de su cuerpo. Su marido llegó después y estalló en llanto al ver
a su amada esposa y a Maximiliano unidos en el milagro de la lactancia.
A la llegada del verano
anunciaron que tendrían que quedarse algunos meses más de lo presupuestado.
Ella se contentó pues “el verano siempre es más agradable que el invierno”,
pensó.
Comenzó a frecuentar parques y
plazas junto a su pequeño hijo. Un día cualquiera conoció a una agradable mujer de la
India que le enseñó mucho alemán y mucho de los alemanes también. Aprendió además a
usar el transporte público cuyo sistema ni siquiera se sueña en Chile.
Salió tranquilamente una mañana
en dirección a una plaza pública lejana a su casa en compañía de la mujer
inmigrante y sus respectivos hijos. Tomaron el microbús a eso de las 11:30 de la mañana y
llegaron al destino pasada una hora y cuarenta minutos. Al llegar, nuestra
querida chilena sintió cómo el sol la aplastaba, la envolvía en un círculo
abrasador, comenzó a ver manchas de colores verdes, azules y blancas. Cuando despertó se
hallaba en una casa desconocida junto a todos sus acompañantes y un muchachito
de diez años que vivía en esa casa. El niño dijo que los inmigrantes del sur
solían desmayarse al comienzo, hasta que lograban acostumbrarse. Nerviosa, pero
sintiéndose mucho mejor le agradeció al muchacho y salió del lugar. Al salir
tuvo sensaciones muy similares a las que
sintió al llegar a la plaza, pero esta vez logró mantenerse consciente y llegó
a eso de las 19 horas a su casa junto a todos. La mujer indú la ayudó con
Maximiliano para que ella pudiese descansar. En agradecimiento la invitó a
alojar junto con su hijita. La mujer accedió. Al día siguiente la chilena no
despertó sino hasta la hora de almuerzo. La invitada hizo un exquisito plato
típico de su país. Cuando la mujer se aprestó a almorzar, ella le sirvió como si
fuese la dueña de casa.
- -- ¿Cómo se llama? Está delicioso.
- -- Me alegra que le haya gustado.
- -- Discúlpame por no despertar temprano, no sé qué
me pasó. Te agradezco mucho todo esto y lo de ayer.
- -- No te preocupes que para eso viene uno al mundo.
Al pararse de la mesa, la
sudamericana temió otro desmayo por el calor, y para evitarlo se lanzó intempestivamente
a la cerámica del piso quedando con sus extremidades bien separadas y su
estómago, cara, piernas y brazos pegados al suelo.
En la mesa, la mujer india, asustada
por el extraño hecho quedó atónita mirando en el suelo a la mujer pegada como estrella
de mar a una roca. Y pensando que se trataba solo de una forma de agradecer los
alimentos, sin dudarlo demasiado se lanzó al piso, al lado de la chilena
diciendo:
-
-¿Delicioso, no?
-
-Exquisito.
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