sábado, 6 de enero de 2018

Acoso callejero

La primera vez que decidí ponerme calzas cortas debajo de una falda fue cuando era niña. Aproximadamente a los 9 años. A esa edad ya era consciente de que era un objeto de deseo, porque a esa edad, aunque suene increíble, ya había sufrido acoso callejero. Ya me habían dicho "piropos" en la calle. Ya había hombres adultos, y viejos, que se habían sentido con el derecho de expresarme su opinión acerca de mi cuerpo. Y ya había sido abusada sexualmente (por parientes cercanos, como sucede casi siempre). 
Salí con la falda corta, una hermosa pollera color celeste, corte plato. Una polerita con pabilos. Y unas calzas negras. Ese día me sentía "resguardada" con esas calzas. Era tan positivo lo que sentía por el hecho de que no había posibilidad ninguna de que se me vieran los calzones, que en ese entonces de verdad me daba miedo. Era un alivio que no se me vieran los calzones. 
Por la edad, y la falta de busto, no usaba sostenes. Así que mi única defensa con el mundo eran las calzas. Mis nuevas mejores amigas.
Mi madre, cuando se dio cuenta de que andaba con calzas pegó el grito en el cielo. Yo sabía que esa iba a ser su reacción, porque estaba un poco obsesionada con que yo me vistiera como niña y no como puberta o adolescente. Le complicaba que me viera "agrandada". Y no tenía idea la pobre de que yo lo último que quería era verme agrandada. Yo lo único que quería era esconderme tras la mayor cantidad de ropa posible, sin que los demás sospecharan o me miraran raro. Por supuesto que ella me retó y me mechoneó porque yo insistí que si no me ponía calzas, no iba a salir con falda ni vestido a la calle. 
Ella no entendió.
Pasaron los años, y cada año fue marcando más mis rasgos sexuales. Era una jovencita amante del ejercicio, por lo que siempre tuve un poco marcado el cuerpo; piernas contorneadas, glúteos marcados y duros, pechos pequeños, pero muy redondos y una cintura muy muy pequeña. Me ponía ropa heredada de mis primas, que era la única manera de tener ropa "nueva", y salía a la calle con un peto y un pantalón a la cadera (suelto), y recibía en menos de una cuadra, una serie de comentarios lascivos de hombres que pasaban en sus autos. Yo iba obligada a comprar pan, y ya no sabía cómo vestirme. 
Por miedo a mi pasado (marcado por eventos muy complejos de llevar en la memoria) y a una serie de palabrotas y cochinadas que me habían dicho o gritado en la vía pública, comencé de a poco a tener una expresión de género masculina. Me sentía bien. La ropa de hombre no me parecía nada fea, y sin duda que la consideraba sumamente cómoda. Me parecía una excelente estrategia a pesar de que en el Colegio la profesora jefe se dedicó a acusarme con mi mamá de que me juntaba con las lesbianas marimacho del otro curso. Y mi mamá, observándome y sabiendo esta información, pensó que me iba a convertir en lesbiana. Como si fuera posible que sucediera de esa manera, y como si ser lesbiana hubiera sido lo peor que me pasara en la vida.
Ya en la universidad, continuaba con mi estilo, y aún así le gustaba a hombres. Siendo que era muy poco "femenina". Comprendí que era mejor que le gustara a la gente por mi personalidad que por mi belleza. Y me alegré de no ser diferente. 
Cuando comencé a pololear, me tocó un tipo bastante penca que me insistía constantemente en que vistiera como mujer segura de sí misma y su expresión de género (y de su sexualidad) y me maquillara. Y me hacía sentir derechamente fea en mi estilo. Y uno que es bien pava con el primer amor, no hacía mucho por convencerlo de lo contrario. Luego de unos meses terminé transformándome en la mujer que él quería que fuera. Incluso me regaló ropa y ropa interior y maquillaje. Me disfracé de una mujer súper femenina, y no dejé de sentirme disfrazada por esos casi 3 años que estuvimos juntos como pareja. Intentando ser una pareja. 
Cuando nos separamos, inmediatamente volví a ser yo. Nada femenina. Muy neutra. No usaba colores particularmente femeninos, etc. Aún así, nunca dejó de estar presente el macho de la calle que grita, susurra al oído o dice comentarios realmente repugnantes. 
Ahora, que tengo 28 años, que me visto con ropa "grande" y ancha, más que nunca porque estoy gorda, entonces para que no se note, exagero un poco con las tallas, sigo viviendo algo similar. Siguen haciéndome comentarios, quizá no todos cerdos, pero sí innecesarios e indeseables. La diferencia es que ahora contesto. No siempre en buenos términos.
Pero la parte que menos me gusta, es que mis estudiantes, mis chiquillas de enseñanza media son víctimas mucho más constantes del abuso y del acoso. Son objetos aún más apetecibles vestidas de colegio. 
El acoso callejero no es una broma. No es una exageración. Es algo serio y asqueroso y terrible. Es algo por lo que HAY que legislar. Y es algo por lo que hay que dejar de callar. Mi invitación es a no quedarse callada. A gritar. A dejar en vergüenza a los pervertidos. Es visibilizar y no naturalizar.